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Así de simple Ya no me miras, ni siquiera rozas mi mano con la yema de tus dedos, ni me llamas guapa por lo bajines. Y yo, que nunca te tomé en cuenta,
echo de menos tus miradas furtivas y tus caricias disfrazadas de descuido Ahora, soy yo quien te mira ti, quien espera el menor gesto para extender la mano...
y respirar tranquila.
Noche de San Juan. Escuchaba yo a mi vecina, que es muy sabia además de cotilla (sabia, porque tiene muchos años y cotilla, porque es vecina), como decía: “Si no nos deshacemos de lo viejo, no habrá espacio para lo nuevo” Como daba la casualidad que era la noche de San Juan, pensé que nunca más oportuno para hacerle caso, y puesto que ya había hecho la limpieza exterior, me quedaba la interior. Sin pensarlo dos veces comencé a levantar una gran hoguera. En su base, y para cimentarla bien, dispuse lo siguiente. - Buenas dosis de paciencia a las que añadí, otras tantas de melancolía, nostalgia y tristeza. Y luego, como mecha, arrajé todos los recortes, post-it, trozos de folio o cualquer papel empleado en los que suelo apunta mis "grandes ideas" y que no pasan de ahí. Y añadí: - Algunos complejos. - Un poquito de mala leche. (Me imaginé como ardería) - Los malos pensamientos. - Los pensamientos malos. (Que no es lo mismo) - Las blusas sin escote. - Los tacones planos. - El carmín y el esmalte rosa desvaído. (A partir de ahora sólo me pintaré de rojo pasión)
La montaña era ya tan alta que hube de subirme a una silla para poder seguir añadiendo elementos. - Los reproches. - Las angustias. - El miedo. - La envidia. - Los prejuicios y algunos perjuicios. Así, seguí hasta hacer una hoguera tan grande como lo era el lastre que se va acumulando a lo largo de la vida. Le prendí fuego y aunque me costó un poquito hacer que ardiera ―algunos de los elementos se resistían a desaparecer―, al final, las llamas pudieron más y lo fueron devorando todo. A medida que el fuego lo iba consumiendo, mi pecho se iba ensanchando y los pocos reparos que me quedaban desaparecieron entre las llamas. Me sentí tan ligera como las miles de partículas encendidas que se elevaban hasta perderse en la noche. El lastre se hizo rescoldo y a mí, me han crecido las alas.
El último instante Podía escuchar a lo lejos, cada vez más lejos, el murmullo de la vida que exuberante, explosionaba aquella mañana de fin de junio. Más cerca, a su lado, un leve crujir de hojas movidas por el viento, fue el soplo postrero que lo acompañó mientras indiferente, se resignó a su destino. Deshojó lenta, pero intensamente, los días, las horas y los minutos pasados junto a ella, y sus labios formaron una mueca que quiso ser sonrisa sin llegar a conseguirlo. Se recreó en la caricia de su pelo negro, el fuego de sus ojos o el manantial de su boca y se dejó llevar por los recuerdos que se le alejan mientras un velo gris, denso e implacable, va extendiéndose delante de sus ojos. Lentamente, se rinden sus parpados en el último instante antes de partir.
Recuerdos Se le han nublado los ojos como a veces se le nublan los recuerdos. Intenta rescatar los pocos trozos que le quedan para formar el puzzle de su vida. Para ello, se agarra con ahínco a sus cosas, a ese libro inacabado, regresando una y mil veces al punto de partida. Hay momentos de enojo y desconcierto cuando intenta escribir su nombre, o pronunciar el tuyo... y su voz calla. O cuando se sobresalta con el eco de sus palabras. Si se siente perdida grita asustada ante el folio blanco de su mente. Aprieta los dientes…y los puños pero no cierra los ojos, por si de abrirlos se olvida. Luego, ya más calmada, se empeña en atesorar los pocos recuerdos lúcidos que le quedan y así, llenar la monotonía de las horas muertas, o en las noches eternas, en las que la negra quietud la inunda. Entonces se abandona al arrullo de una nana repetida, cierra los ojos y se siente niña o novia blanca y ríe con risa nueva o llora con lágrimas extrañas. Ya no se mira el espejo, si lo hace, encuentra a una desconocida
Lola, tacones rotos, melena al viento

Con las primeras luces del alba y la mirada perdida en el horizonte difuso, arrastra por el asfalto sus pies pequeños y doloridos. Busca alivio tras la tiranía a la que han sido sometidos, tan sólo por llegar alto, tan alto, como le está permitido y contemplar cada noche ese lujo prohibido: Oropel, bisutería fina al otro lado del río. Ahora, cuando amanece, todo se ha desvanecido; le queda la boca amarga, el cuerpo humillado y el corazón herido. Luego, al llegar a casa, en un ritual aprendido, se aislará en su pequeño mundo y soñará con una vida distinta a la que ha tenido. Se desprenderá de la máscara que le esconde de su destino. Dormirá algunas horas, descansará su cuerpo, recompondrá su alma y volverá de nuevo al otro lado del río. Lola, tacones nuevos, melena al viento, otra noche para jugar a ganar sabiendo que ha perdido.