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Equipaje

 Me traigo el sol, la luz y la sal
la espuma de las olas bajo mis huellas
los secretos compartidos con los peces
a través de sus ojos silenciosos y esquivos.

El verde serpenteante de la vuelta.

Y te traigo a ti,
desprendido de corazas,
nuevo, renovado…más mío.

Te crecerán las ramas.

Te sentí árbol de tronco erguido
cual rayo quebró sus ramas
 hiriendo en lo profundo la armonía
arrastrando con la herida a la desgana.

Tu sombra se desplaza lentamente
descubriendo las raíces que crecían enterradas.

Ahora, medio desnudo,
 a tus píes crece la retama
destruyendo la alfombra fresca
en la que yo me acunaba
 mientras algún rayo de sol osado
se colaba entre las hojas y acariciaba mi cara.

Tal vez si llegan las lluvias
 y te regalan su agua
esa herida cicatrice
 y crezcan nuevas ramas.

Viajar con la imaginación.

Los rayos de sol hirientes y generosos de agosto penetran a través de las ramas jóvenes del sauce bajo el que estoy tendida sobre la hierba, creando un juego de luces y sombras sobre mi cara, un sopor agradable me invade y me predispone a la ensoñación.
Contemplo extasiada a una colonia de vencejos, aparentemente y ante mi ignorancia en lo que respecta al comportamiento de estas aves, su vuelo es desorganizado. Forman extrañas filigranas rompiendo el azul del cielo en un incansable ir y venir.
Mucho más arriba, casi rozando las nubes, un puntito plateado se mueve con rapidez partiendo el cielo en dos con una finísima estela. Por su trayectoria bien puede ser un avión lleno de turistas del norte en busca del sol y las playas del sur.
En ese estado de ensoñación donde se confunde la realidad con la fantasía, mi imaginación me traslada dentro del aparato convirtiéndome en el pasajero número cero. Desde esta privilegiada posición, contemplo al resto del pasaje y voy deteniéndome en cada viajero a la vez que creo mi peculiar composición. Es como un juego que me atrae desde niña, crear historias basándome en la observación o en los detalles y palabras que se escapan aquí y allá. Me detengo en una pareja acompañada de dos pequeños, éstos se remueven intranquilos en el asiento sin comprender muy bien porqué deben permanecer atados. Sus gritos molestan a otros pasajeros adultos que van leyendo o contemplan la pantalla de la TV con los auriculares puestos. Los padres, azorados, hacen un gesto de disculpa y esperan la comprensión de los demás, al fin y al cabo, sólo son niños. Un poco más al fondo, un grupo de jóvenes ocupa varios asientos contiguos, levantan la voz para hablar con los amigos que van sentados más atrás. Sus risas a veces en tono demasiado elevado, también llaman la atención de los otros pasajeros. Sin embargo, nadie dice nada, vuelven a sus libros o películas mientras algunos murmuran a modo de disculpa -"Todos hemos sido jóvenes"-. Los muchachos, inconscientes, siguen hacíendo planes sobre lo que harán en sus vacaciones y disfrutan de veras.
Planear unas vacaciones, no deja de ser como vivirlas dos veces. Al otro lado del pasillo, dos ancianos, un hombre y una mujer de avanzada edad y aspecto agradable, se miran con cariño, con la confianza que da el conocimiento mutuo, el saber que no hacen falta palabras para entenderse. Sus ojos lo dicen todo. Sus manos ajadas por el paso del tiempo, permanecen entrelazadas. Las venas, casi superficiales, dejan entrever como sus pulsos laten al unísono.
 Despierto y me río sola ante esta capacidad mía para elucubraciones y fantasías, pero estoy convencida que imaginar historias es lo más parecido a vivirlas.

Contracorriente.

 Levantaba sus pies del suelo
y apretaba los ojos con fuerza
 mientras agitaba los brazos
con la energía de sus pocos años simulando alas.

Soñaba que volaba,
volaba alto y lejos.
Y soñaba que de sus pequeños dedos
crecían raices que la sujetaban a la tierra
con la fuerza de una garra de hirro.

Continua contradicción:
Crecer y comprender
que nunca se es del todo mujer de tierra o de viento.