Seguidores

La Casa Azul




Aquella noche, en la calle, no había ni gatos. La luna se escondía entre las nubes ocultando las sombras, y aunque no hacía frío, algo extraño calaba hasta los huesos.
La mañana anterior había amanecido entre nieblas. Después de unos días del calor intenso con los que nos estaba recibiendo el verano, sorprendió ver los cristales empañados y llenos de regatos por el efecto del contraste de la temperatura, parecía como si el clima se hubiera aliado con los acontecimientos que vivimos.

El barrio empezaba a despertar cuando el silencio quedó roto por el sonido de las sirenas. Pronto la calle fue un hervidero de policías, perros y sanitarios. El ruido que producían las persianas al ser levantadas y las conversaciones cruzadas a través de los patios de vecinos iban aumentando poco a poco amortiguando así al que procedía de la calle. Nadie sabía que pasaba, pero todos intuían que era algo grave.
La policía había acordonado el perímetro de la casa azul ─ así llamábamos a una antigua casa indiana que estuvo abandonada muchos años ─. Desde entonces, los niños del barrio se colaban en el jardín por la valla deteriorada por el tiempo para jugar entre los inmensos arbustos que lo inundaban casi por completo. Era perfecto para qué la desbordante imaginación de los chavales lo convirtiera en una peligrosa selva llena de indígenas y animales salvajes. Cuando caía la tarde y los niños se recogían, algunos adolescentes, aprovechaban la intimidad de los mismos arbustos para ocultar sus primeros –o no tan primeros – escarceos amorosos.

Más de una vez, de entre las mamás del barrio, habían surgido voces discordantes ante esta situación, ya que según algunas, los niños podían entrar fácilmente dentro de la casa con sólo empujar una puerta o una ventana y corrían el peligro de que la madera estuviese en mal estado debido al abandono y ocurriera un accidente, otras, sin embargo, opinaban que estaban mejor allí recogidos que corriendo por las calles llenas de tráfico.

Pero como ya sabemos, no hay mal que cien años dure, y un día, aparecieron todas las ventanas abiertas y los huecos de la valla, que permitían el acceso al jardín, reparados.

Pasados los primeros instantes de decepción por parte de la chiquillería, pronto su imaginación empezó a trabajar y dejaron de ser exploradores en la selva para cambiarse por detectives en busca de pistas que desenmascararan a los ladrones, contrabandistas o presos fugados, que sin duda para ellos, eran los nuevos habitantes de la casa azul.
Lo que comenzó como una fantasía infantil, pronto se extendió a los adultos y fue tomando las más diversas formas. En los corrillos del parque o en la cola de la panadería, se podían escuchar diferentes versiones sobre quien habitaba la casa. Algunas mujeres aseguraban haber visto entre las sombras a una anciana con aspecto de vagabunda, otras, en cambio, comentaban que era una joven indigente, probablemente alcohólica o drogadicta. No se ponían de acuerdo, pero todas opinaban que debían de tener cuidado con los niños, sin duda, era un peligro para ellos.
En el bar de la esquina, los comentarios eran bien distintos. El dueño del bar, un hombrecillo flaco y con muy malas pulgas, aseguraba, que si bien tenían razón las mujeres en cuanto al sexo de la nueva inquilina, estaban muy equivocadas en lo tocante a su apariencia. Aseguraba haberla visto varias veces cuando iba al mercado de madrugada. La mujer, según él, era joven, hermosa y muy provocativa. Contaba, que caminaba descalza y medio desnuda por el jardín mientras canturreaba una canción en una lengua desconocida, lo cual le hacía pensar que era extranjera. A su lado, iba siempre un perro de enorme tamaño y aspecto fiero, que sin duda, alejaría a cualquier curioso que intentara abordarla. Los clientes del bar no decían nada, pero cada día eran más los que apenas amanecido el día, pasaban disimuladamente calle arriba, sin dejar de observar por el rabillo del ojo al jardín. Nadie vio nunca a la mujer, pero ya se sabe, algunos comenzaron a inventarse nuevas historias en torno a la misteriosa figura y pronto, pasó de ser una extranjera sin más, a ser italiana y vivir escondida, porque había huido de su marido, un capo napolitano que la andaba buscando por haberle sido infiel, o bien, una fugitiva de la mafia rusa, o una actriz francesa incapaz de aceptar su decadencia…, cualquier cosa menos reconocer que ninguno había visto o escuchado absolutamente nada.

A nadie se le ocurrió pensar que la casa tendría dueños y que tal vez fueran estos los que habían regresado para habitarla de nuevo. Algunos de los vecinos más mayores, recordaban vagamente a un joven matrimonio algo extraño, no tenían relación con nadie y solían ausentarse de vez en cuando sin que sesupiera a donde iban. Por eso, cuando un día dejaron de venir, no se los echó en falta y llegaron a olvidarlos. Por supuesto, nadie asoció esta ausencia con la aparición de un cadáver de mujer en el muelle; desde el principio, la policía dejó claro que era un ajuste de cuenta entre narcotraficantes y que tanto el rostro como cualquier detalle que pudiera identificar a la víctima habían sido cuidadosamente desfigurados. Solo se filtró que era una mujer joven y que se encontraba en los primeros meses de gestación. Un caso más que pasó a la historia y que todo el mundo olvidó.

Fueron dos días de continuo trasiego por parte de los agentes y pronto, los alrededores se llenaron de periodistas y curiosos. Nadie sabía nada, pero los comentarios, a cual más descabellado, corrían por todos los lados. Al tercer día, en el periódico local salio una nota que decía: “En la mañana del lunes, tras una larga investigación, la policía ha tenido que entrar en el número 10 de la calle Joaquín Arias, para detener a un sospechoso de traficar con drogas a gran escala. Ante la resistencia de éste, tuvieron que emplear la fuerza y en el forcejeo, resultó herido de gravedad un agente y el propio sospechoso, falleciendo éste en el trayecto hacía el hospital”, y continuaba en una columna de las páginas finale, “el fallecido, un hombre de unos 60 años, había vivido en la casa hacía más de treinta años, entonces, estaba casado con una joven de la alta sociedad que desapareció misteriosamente. Cuando la familia de la joven denunció esta desaparición, investigaron al esposo instándole a no abandonar la ciudad, pero cuando fue requerido por los agentes, había desaparecido él también. La policía lo buscó durante un par de años, aunque ante la  falta de pistas acabaron por archivar el caso. Un hermano de la joven esposa no se dio por vencido y continuo con la investigación por su cuenta, sin embargo, el tiempo y la total oscuridad de los hechos, hicieron que acabara por desistir él también.
Hace unos meses, fue detenida una joven por traficar con droga que al verse acorralada acusó a su camello. Agentes contra el narcotráfico comenzaron a seguir las pistas que los llevó al resultado que ya conocen”.

Muerto el sospechoso, se cerró definitivamente el caso. El barrio volvió a la normalidad, y tanto en los patios de vecinos, como en el bar de la esquina se había instaurado un código de silencio, nadie estaba dispuesto a reconocer que  había caído en un cotilleo vulgar para llenar una vida falta de emociones.

Intrusión

La alejó de su lado,

como quien aparta un mosquito de un manotazo.

En el gesto, se olvidó de que fue él quien entró en su vida

rompiendo los hilos que la sostenían anclada a sus raíces.

Ahora, sola y perdida en los recuerdos,

a merced de todos los vientos,

naufraga en los mares de la cordura

y es peregrina de caminos solitarios.

Sin embargo, aún conserva un corazón grande,

que infatigable, va atesorando pequeñas dosis de valor

para alejar la melancolía y conquistar la ilusión.

Recuerdos con sabor a dulce de higo


- Hola, ¿te acuerdas de mi? Dijo plantándose delante y cortándome el paso.

Lo miré, y algo desconcertada dije:

- No me resultas del todo desconocido, pero no sé…no caigo ahora.

- Claro, ha pasado tanto tiempo…, ahora tengo menos pelo y más barriga, incluso soy más rubio que tú. Dijo haciéndo un guiño mientras se acariciaba el cabello escaso y poblado de canas.

- ¿Te siguen llamando Sol?

Fue como si un ciclón me engullese golpeando mis recuerdos. Nadie más que él me había llamado así. Madre mía, respondí, sí que ha pasado tiempo…

- Así es, dijo, pero ya ves, a ti ni siquiera te ha rozado.
Agradecí su galantería entrecerrando los ojos y él río con ganas.

- Tampoco has perdido la costumbre de ocultar tu mirada para que nadie pueda leer en ella.

Recordé aquella tarde de agosto y mis quince años regresaron con fuerza. Él Apenas tendría dieciséis. Nos bañábamos en una charca que formaba el río cerca de mi casa. Lo recordé con su pelo negro como la noche, sacudiendo el agua con la intención de mojarme a sabiendas que me molestaba. Al lado, tras la tapia de una finca abandonada, había una higuera repleta de frutos maduros que empezaban a caer poniendo el suelo perdido. Él recogió del suelo un par de higos ─ sabía que me encantaban ─ pero enseguida los desechó; estaban demasiado maduros y llenos de gusanos. Se encaramó en la tapia y desde allí, de un ágil salto, alcanzó una rama que estaba repleta. Cuando ya iba a bajar observo que un poco más arriba había unos cuantos muy hermosos que incitaban a ser arrancados. Se estiró todo lo que pudo, pero no estaba fácil, al final lo consiguió, sin embargo, no le dio tiempo a reaccionar y la rama chascó. Acabó de cabeza encima de un arbusto lleno de ortigas, que si bien amortiguo su caída, le dejó hecho un cristo y lleno de sarpullido. Sentí agujetas en el estómago de tanto reír, él se hacía el ofendido y me decía que se comería los higos él solito. Pero todo era una pose, estaba feliz pudiéndome obsequiar con ellos. Lo estaba pasando mal, aquello picaba y la urticaria estaba brotando de manera exagerada, acaricié la zona inflamada tratando de aparentar seriedad, aunque no podía parar de reír, tenía la nariz hinchada y roja como un tomate.

Tan abstracta estaba con estos pensamientos que no me dí cuenta hasta que fue demasiado tarde. Reaccioné azorada al sentir mis dedos sobre su piel, lo estaba acariciando como aquella tarde. Le pedí disculpas tartamudeando y él entre bromas lo quitó importancia.


- ¿Te has casado? Preguntó casi afirmando.

Me quedé un instante callada, como decirle que de eso, hacía tanto que ya casi no lo recordaba. En vez de contestar le pegunté:

- ¿Y tú?

- Claro, dijo, tengo dos niñas preciosas.

- Yo también tengo dos hijos…


- Te he visto muchas veces desde mi oficina, dijo señalando el interior de un edificio con grandes ventanas que daban a la calle.

- ¿Porqué no me has saludado antes?, pregunté.

- Porque antes, siempre ibas acompañada.

Nos quedamos callados un momento, y luego, él continuó: hoy me he decidido porque he observado que últimamente vas sola. No quise decir nada, ¡para qué! Había pasado demasiado tiempo y demasiadas cosas para ponernos al día en un instante. Empezamos a sentirnos violentos con el silencio, así que nos despedimos con un beso en la mejilla y la promesa de que otro día, con más tranquilidad, tomaríamos un café juntos y así podríamos seguir recordando.

Seguí caminando con la sensación de tener sus ojos fijos en mi espalda, iba pensando lo que eran las cosas, en unos minutos había regresado a mi adolescencia, un tiempo maravilloso, que visto desde la distancia que me daban los años, me resultaba muy corto. A una juventud rota demasiado pronto por un matrimonio acabado hace tiempo, cuyos recuerdos, si bien ya no hacían daño, no eran demasiado gratos; pero sobre todo, había tomado conciencia de lo a gusto y segura que me sentía con esta etapa de mi nueva vida. Al torcer la esquina, giré la cabeza y lo vi allí plantado, en medio de la acera, mirándome. Levantó su mano en señal de despedida y yo le correspondí con el mismo gesto. Si hubiera estado más cerca me hubiera escuchado murmurar escépticamente: -.Y dices que no me ha rozado el tiempo…