
Camina con andares felinos, la cabeza baja, olfateando el suelo. La mirada huidiza, temerosa de delatarse. Algo esconde entre las manos que se ocultan nerviosas dentro de los bolsillos del raído abrigo tres tallas más grandes que su pequeño cuerpo. Al llegar a la esquina, se vuelve disimuladamente mientras se asegura que nadie le sigue. Se para ante el primer portal que encuentra con la puerta abierta y vuelve a mirar con desconfianza de derecha a izquierda varías veces, al final, se decide a entrar. Ha escogido bien, el lugar es oscuro y está desierto. Se oculta al fondo, en donde la oscuridad es más evidente y una vez comprobado que no le molestará nadie, saca de su bolsillo algo diminuto envuelto en papel brillante que cruje cuando con dedos nerviosos, lo desenvuelve cuidadosamente. Lo mete con avidez a la boca, lo saborea y su rostro se transforma en una gran sonrisa de satisfacción mientras toda la escalera se llena de un intenso y dulzón olor a fresa.